martes, 23 de abril de 2013

Si de veras nos había salvado la revolución de Thatcher, ¿por qué está hoy Gran Bretaña hecha un desastre?

 Editorial:
 Al únísono se nos ha presentado a Margaret Thatcher como un heroína del Siglo XX, mentora del pensamientio único en economía. Si bien sus gobiernos destrabaron políticamente el capitalismo de bienestar, los efectos devastadores de su paso fueron como el caballo de Atila: por donde ella pasó no creció mas el empleo ni mejoró la vida de las gentes.El título lo dice todo en este artículo de Will Hutton, quien desmenuza la verdad cruel sobre el thatcherismo económico.
Julio Schiappa Pietra-Editor

Will Hutton es un analista económico que escribe regularmente en el semanario británico The Observer.

Fuente: The Observer, 14 de abril de 2013

La emperatriz está desnuda, o por los menos no lleva las prendas con las que tantos quieren adornarla. Pese a todas las alabanzas, Thatcher no detuvo el declive económico británico, no impulsó una transformación económica ni salvó a Gran Bretaña. Sí consiguió, es verdad, reasentar la capacidad de gobierno del Estado británico. Pero luego, si bien quiso provocar una segunda revolución industrial y una oleada de nuevos productores británicos, utilizó la autoridad del Estado recién recobrada para empeorar las mismas debilidades que nos habían acosado durante decenios. El debate nacional de los últimos seis días ha sido un engaño. Si la revolución de Thatcher hubiera sido una transformación de ese calibre, nuestra situación actual no sería tan aguda.  

En los veinte años anteriores a 1979, la tasa de crecimiento de Gran Bretaña fue de una media de 2,75%, aunque se había ido debilitando conforme iban apareciendo los males de mediados de los años 70. En los años anteriores a la crisis bancaria, se produjo un controvertido debate sobre si las reformas de Thatcher, que en lo esencial ni Blair ni Brown pusieron en tela de juicio, habían tenido éxito en devolver el crecimiento a largo plazo a los niveles previos. Desde luego, la brecha en la renta per cápita entre Gran Bretaña, Francia y Alemania se había estrechado, como, aparentemente, había sucedido con la brecha de productividad.

La cuestión es si algo de esto resultaba sostenible. Hoy se reconoce cada vez más y con consternación que en los últimos 30 años ha habido demasiado crecimiento basado en una burbuja insostenible de crédito, banca y propiedad, y que la verdadera tasa de crecimiento a largo plazo de Gran Bretaña ha caído aproximadamente a un 2%. La brecha de productividad se está ensanchando. Toda ese incremento de la desigualdad, la increíble remuneración de los ejecutivos, la privatización al por mayor, el romper "las cadenas de las empresas" y la flexibilidad del mercado laboral no ha conseguido nada perdurable.

Darse amargamente cuenta de esto es algo que se ha ido agudizando durante varios meses en círculos no conservadores. La libra ha caído un 20% en términos reales desde 2008, y sin embargo la respuesta de nuestro sector de exportación a la ventaja competitiva más sostenida desde que salimos del patrón oro ha sido desastrosamente endeble. El déficit comercial en bienes de Gran Bretaña saltó a un 6.9% del PIB en 2012 – el mayor desde 1948 – y las cifras de febrero fueron tan malas como un cataclismo. Sencillamente, Gran Bretaña no dispone de suficientes empresas que creen bienes e incluso servicios que el resto del mundo quiera comprar, pese a la devaluación.

La legión de apologetas de Thatcher sostiene que apenas se le puede culpar de lo que está sucediendo 23 años después de que abandonara su cargo. Pero las transformaciones económicas deberían ser duraderas, ¿no es cierto? El thatcherismo no lo consiguió porque al capitalismo dinámico se llega a través de una interacción mucho más sutil. Nunca entendió que se necesita un ecosistema complejo de instituciones públicas y privadas para apoyar que se corran riesgos, la creación de redes abiertas de innovación, una inversión sostenida a largo plazo y un capital humano sofisticado. Al creer en la magia de los mercados y la inevitable destructividad del Estado, nunca encaró estas cuestiones centrales. En cambio, se elevó de manera regular la demanda de altos rendimientos financieros durante su mandato de gobierno, junto a las remuneraciones de los ejecutivos, aun cuando se hundían la inversión y la innovación. Y estas tendencias continuaron porque ninguno de sus sucesores se atrevió a poner en tela de juicio lo que ella había empezado.  

Por el contrario, sus objetivos fueron los sindicatos y la empresa de propiedad estatal dentro del proyecto ideológico de una brutalidad que afirmaba la primacía de los mercados y el sector privado, y de ese modo una hegemonía conservadora, en nombre de un feroz patriotismo. Esto resultaba bastante real: quería de verdad volver poner a Gran Bretaña en el mapa económica y políticamente, y la fuerza especial que zarpó hacia las Malvinas encarnaba la intensidad de ese impulso. Pero no consiguió sacarlo adelante, como hasta ella misma reconoció en sus momentos más honestos una vez fuera del poder.  

A los sindicatos les hacía falta desde luego el tratamiento dispensado por Thatcher en lo que se refiere a acatar tanto el imperio de la ley como la necesidad de responsabilidades junto a sus derechos. Pero empresas, accionistas, bancos y finanzas más en general necesitaban también este tratamiento. Sólo que, tratándose de "su gente" y parte de la alianza hegemónica que se proponía crear, nunca probarían esa misma medicina. Por el contrario, su Big Bang de 1986, que permitió a bancos de todo el mundo combinar en Londres la banca comercial y de inversión fue un gigantesco trato de favor para complacer a su propia base electoral. Gran Bretaña se convirtió en el centro de un “boom” financiero global, pero eso vino a significar en el país una intensificación de la disfuncionalidad del sistema financiero, ayudada por la escasa regulación y un auge del crédito contraproducente, empeorando el cortoplacismo antiinversión que hacía falta reformar. Esto les resulta hoy evidente a todos. Pero durante casi 30 años, el aparente éxito del thatcherismo ocultó esa necesidad.

Sin embargo, en un sentido riguroso, los sindicatos constituían un blanco adecuado. Hacia finales de los años 70, un puñado de dirigentes sindicales codirigían en efecto el país, beneficiarios del fracaso de sucesivos gobiernos a la hora de encuadrar la libre negociación colectiva dentro de un marco legal. Y ello pese al hecho de que no conseguían que sus miembros se avinieran a las medidas políticas acordadas, y se había derrumbado el tercer año de una política de rentas. En esta cuestión, el Partido Laborista se encontraba intelectualmente agotado y políticamente en bancarrota; el gobierno conservador de Heath también había sido derrotado. Se había convertido en una crisis de primer orden de gobernabilidad, hasta de democracia.

Esta era su oportunidad y no la desperdició. Las primeras leyes de empleo y la victoria sobre el NUM (National Union of Miners, el sindicato minero) de Arthur Scargill reafirmaron que la fuente del poder político del país es el Parlamento, en aquel entonces una intervención crucial. Pero se pasó de rosca sin control. Los sindicatos en un marco adecuado son un medio vital de dar voz a los empleados y proteger los intereses de los trabajadores. La flexibilidad del mercado de trabajo – contraseña para la desindicalización y eliminación de derechos de los trabajadores– se ha convertido en otro mantra thatcherista que oculta de nuevo la complejidad de lo que se precisa en el mundo del trabajo: dar voz al empleado y compromiso, habilidades y adaptabilidad. Cuando abandonó su cargo, el 64% de los trabajadores del Reino unido carecía de cualificaciones profesionales.  

Lo mejor que puede decirse del thatcherismo es que puede haber sido una escala necesaria, aunque errada, en el camino de nuestra reinvención económica. Resolvió la crisis de gobernación, pero demostró luego que el simple antiestatismo y las soluciones en favor del mercado no funcionan. Necesitamos hacer cosas más sofisticadas que controlar la inflación, reducir la deuda pública, hacer retroceder al Estado y afirmar las "fuerzas del mercado".

El gobierno de coalición está desarrollando estrategias industriales de nueva planta, reformando el sistema bancario y reintroduciendo el Estado como – como socio vital – en terrenos como la energía. Por todas partes aparece un nuevo pensamiento. Por ejemplo, en el noroeste de Inglaterra, una comisión presidida por Lord Adonis, de la que yo era miembro, recomendó recientemente la introducción de facto de la autoridad metropolitana en Newcastle, abolida por Thatcher. Coordinaría el incremento de la inversión en habilidades y transporte en el conjunto del noroeste, junto a la consecución de mayor financiación. Y quiere que la forma de asociación económica local trabaje en el mismo edificio que la nueva autoridad combinada propuesta, impulsando una revolución en la innovación y la inversión. Esta compleja interacción de lo privado y lo público que está tratando de desarrollar la comisión está a años luz de Thatcher…y es ampliamente aceptada.

La verdad es que la emperatriz está desnuda. El funeral del miércoles es un tributo al mito y la hegemonía conservadora que creó. Si a la familia real le preocupa, según se ha informado, que todo esto acabe resultando desmesurado, no le falta razón. Thatcher aprovechó un momento de ingobernabilidad que, dicho sea en su favor, logró solucionar, y le vendió luego a su partido y su país una propuesta simplista y falsa. El aplastante triunfo conseguido por Blair en 1997 vino a desafiarlo, pero Blair no entendió entonces y sigue sin entender hoy lo que daba a entender ese mandato. La fuerza de los acontecimientos nos obliga por fin a seguir en movimiento. Pero Gran Bretaña se ha visto debilitada, más que fortalecida, por la revolución que ella desencadenó.

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