Editorial:
Al únísono se nos ha presentado a Margaret Thatcher como un heroína del Siglo XX, mentora del pensamientio único en economía. Si bien sus gobiernos destrabaron políticamente el capitalismo de bienestar, los efectos devastadores de su paso fueron como el caballo de Atila: por donde ella pasó no creció mas el empleo ni mejoró la vida de las gentes.El título lo dice todo en este artículo de Will Hutton, quien desmenuza la verdad cruel sobre el thatcherismo económico.
Will Hutton es un analista económico que escribe regularmente en el semanario británico The Observer.
Fuente: The Observer, 14 de abril de 2013
La
emperatriz está desnuda, o por los menos no lleva las prendas con las
que tantos quieren adornarla. Pese a todas las alabanzas, Thatcher no
detuvo el declive económico británico, no impulsó una transformación
económica ni salvó a Gran Bretaña. Sí consiguió, es verdad, reasentar la
capacidad de gobierno del Estado británico. Pero luego, si bien quiso
provocar una segunda revolución industrial y una oleada de nuevos
productores británicos, utilizó la autoridad del Estado recién recobrada
para empeorar las mismas debilidades que nos habían acosado durante
decenios. El debate nacional de los últimos seis días ha sido un engaño.
Si la revolución de Thatcher hubiera sido una transformación de ese
calibre, nuestra situación actual no sería tan aguda.
En
los veinte años anteriores a 1979, la tasa de crecimiento de Gran
Bretaña fue de una media de 2,75%, aunque se había ido debilitando
conforme iban apareciendo los males de mediados de los años 70. En los
años anteriores a la crisis bancaria, se produjo un controvertido debate
sobre si las reformas de Thatcher, que en lo esencial ni Blair ni Brown
pusieron en tela de juicio, habían tenido éxito en devolver el
crecimiento a largo plazo a los niveles previos. Desde luego, la brecha
en la renta per cápita entre Gran Bretaña, Francia y Alemania se había
estrechado, como, aparentemente, había sucedido con la brecha de
productividad.
La
cuestión es si algo de esto resultaba sostenible. Hoy se reconoce cada
vez más y con consternación que en los últimos 30 años ha habido
demasiado crecimiento basado en una burbuja insostenible de crédito,
banca y propiedad, y que la verdadera tasa de crecimiento a largo plazo
de Gran Bretaña ha caído aproximadamente a un 2%. La brecha de
productividad se está ensanchando. Toda ese incremento de la
desigualdad, la increíble remuneración de los ejecutivos, la
privatización al por mayor, el romper "las cadenas de las empresas" y la
flexibilidad del mercado laboral no ha conseguido nada perdurable.
Darse
amargamente cuenta de esto es algo que se ha ido agudizando durante
varios meses en círculos no conservadores. La libra ha caído un 20% en
términos reales desde 2008, y sin embargo la respuesta de nuestro sector
de exportación a la ventaja competitiva más sostenida desde que salimos
del patrón oro ha sido desastrosamente endeble. El déficit comercial en
bienes de Gran Bretaña saltó a un 6.9% del PIB en 2012 – el mayor desde
1948 – y las cifras de febrero fueron tan malas como un cataclismo.
Sencillamente, Gran Bretaña no dispone de suficientes empresas que creen
bienes e incluso servicios que el resto del mundo quiera comprar, pese a
la devaluación.
La
legión de apologetas de Thatcher sostiene que apenas se le puede culpar
de lo que está sucediendo 23 años después de que abandonara su cargo.
Pero las transformaciones económicas deberían ser duraderas, ¿no es
cierto? El thatcherismo no lo consiguió porque al capitalismo dinámico
se llega a través de una interacción mucho más sutil. Nunca entendió que
se necesita un ecosistema complejo de instituciones públicas y privadas
para apoyar que se corran riesgos, la creación de redes abiertas de
innovación, una inversión sostenida a largo plazo y un capital humano
sofisticado. Al creer en la magia de los mercados y la inevitable
destructividad del Estado, nunca encaró estas cuestiones centrales. En
cambio, se elevó de manera regular la demanda de altos rendimientos
financieros durante su mandato de gobierno, junto a las remuneraciones
de los ejecutivos, aun cuando se hundían la inversión y la innovación. Y
estas tendencias continuaron porque ninguno de sus sucesores se atrevió
a poner en tela de juicio lo que ella había empezado.
Por
el contrario, sus objetivos fueron los sindicatos y la empresa de
propiedad estatal dentro del proyecto ideológico de una brutalidad que
afirmaba la primacía de los mercados y el sector privado, y de ese modo
una hegemonía conservadora, en nombre de un feroz patriotismo. Esto
resultaba bastante real: quería de verdad volver poner a Gran Bretaña en
el mapa económica y políticamente, y la fuerza especial que zarpó hacia
las Malvinas encarnaba la intensidad de ese impulso. Pero no consiguió
sacarlo adelante, como hasta ella misma reconoció en sus momentos más
honestos una vez fuera del poder.
A
los sindicatos les hacía falta desde luego el tratamiento dispensado
por Thatcher en lo que se refiere a acatar tanto el imperio de la ley
como la necesidad de responsabilidades junto a sus derechos. Pero
empresas, accionistas, bancos y finanzas más en general necesitaban
también este tratamiento. Sólo que, tratándose de "su gente" y parte de
la alianza hegemónica que se proponía crear, nunca probarían esa misma
medicina. Por el contrario, su Big Bang de 1986, que permitió a bancos
de todo el mundo combinar en Londres la banca comercial y de inversión
fue un gigantesco trato de favor para complacer a su propia base
electoral. Gran Bretaña se convirtió en el centro de un “boom”
financiero global, pero eso vino a significar en el país una
intensificación de la disfuncionalidad del sistema financiero, ayudada
por la escasa regulación y un auge del crédito contraproducente,
empeorando el cortoplacismo antiinversión que hacía falta reformar. Esto
les resulta hoy evidente a todos. Pero durante casi 30 años, el
aparente éxito del thatcherismo ocultó esa necesidad.
Sin
embargo, en un sentido riguroso, los sindicatos constituían un blanco
adecuado. Hacia finales de los años 70, un puñado de dirigentes
sindicales codirigían en efecto el país, beneficiarios del fracaso de
sucesivos gobiernos a la hora de encuadrar la libre negociación
colectiva dentro de un marco legal. Y ello pese al hecho de que no
conseguían que sus miembros se avinieran a las medidas políticas
acordadas, y se había derrumbado el tercer año de una política de
rentas. En esta cuestión, el Partido Laborista se encontraba
intelectualmente agotado y políticamente en bancarrota; el gobierno
conservador de Heath también había sido derrotado. Se había convertido
en una crisis de primer orden de gobernabilidad, hasta de democracia.
Esta
era su oportunidad y no la desperdició. Las primeras leyes de empleo y
la victoria sobre el NUM (National Union of Miners, el sindicato minero)
de Arthur Scargill reafirmaron que la fuente del poder político del
país es el Parlamento, en aquel entonces una intervención crucial. Pero
se pasó de rosca sin control. Los sindicatos en un marco adecuado son un
medio vital de dar voz a los empleados y proteger los intereses de los
trabajadores. La flexibilidad del mercado de trabajo – contraseña para
la desindicalización y eliminación de derechos de los trabajadores– se
ha convertido en otro mantra thatcherista que oculta de nuevo la
complejidad de lo que se precisa en el mundo del trabajo: dar voz al
empleado y compromiso, habilidades y adaptabilidad. Cuando abandonó su
cargo, el 64% de los trabajadores del Reino unido carecía de
cualificaciones profesionales.
Lo
mejor que puede decirse del thatcherismo es que puede haber sido una
escala necesaria, aunque errada, en el camino de nuestra reinvención
económica. Resolvió la crisis de gobernación, pero demostró luego que el
simple antiestatismo y las soluciones en favor del mercado no
funcionan. Necesitamos hacer cosas más sofisticadas que controlar la
inflación, reducir la deuda pública, hacer retroceder al Estado y
afirmar las "fuerzas del mercado".
El
gobierno de coalición está desarrollando estrategias industriales de
nueva planta, reformando el sistema bancario y reintroduciendo el Estado
como – como socio vital – en terrenos como la energía. Por todas partes
aparece un nuevo pensamiento. Por ejemplo, en el noroeste de
Inglaterra, una comisión presidida por Lord Adonis, de la que yo era
miembro, recomendó recientemente la introducción de facto de la
autoridad metropolitana en Newcastle, abolida por Thatcher. Coordinaría
el incremento de la inversión en habilidades y transporte en el conjunto
del noroeste, junto a la consecución de mayor financiación. Y quiere
que la forma de asociación económica local trabaje en el mismo edificio
que la nueva autoridad combinada propuesta, impulsando una revolución en
la innovación y la inversión. Esta compleja interacción de lo privado y
lo público que está tratando de desarrollar la comisión está a años luz
de Thatcher…y es ampliamente aceptada.
La
verdad es que la emperatriz está desnuda. El funeral del miércoles es
un tributo al mito y la hegemonía conservadora que creó. Si a la familia
real le preocupa, según se ha informado, que todo esto acabe resultando
desmesurado, no le falta razón. Thatcher aprovechó un momento de
ingobernabilidad que, dicho sea en su favor, logró solucionar, y le
vendió luego a su partido y su país una propuesta simplista y falsa. El
aplastante triunfo conseguido por Blair en 1997 vino a desafiarlo, pero
Blair no entendió entonces y sigue sin entender hoy lo que daba a
entender ese mandato. La fuerza de los acontecimientos nos obliga por
fin a seguir en movimiento. Pero Gran Bretaña se ha visto debilitada,
más que fortalecida, por la revolución que ella desencadenó.
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